En algún lugar de todo este universo, existió una fábula en miniatura que todavía hoy nos cuenta la historia de una minúscula gota de agua y del microbio que vivía en su interior.
La gota de agua colgaba de la hoja de un árbol; un gran árbol rodeado de más y más y más árboles hasta llegar al mar; un mar enorme que cubre la superficie de un planeta gigantesco; gigante como diminuto, pues en verdad resulta microscópico dentro de un universo que se extiende hasta… el infinito.
(…) Volviendo al principio, y prestando muuucha atención al interior de la pequeña gota, podemos ver que, dentro, en su interior, vive un simpático microbio. Es regordete pero muy ágil en cambio. Parece muy feliz ahí adentro, jugando a rebotar contra las paredes blandas y redondas de su casa de agua.
A veces… gusanos se acercan hasta la partícula de agua para beber de ella. Sabemos que los gusanos se pasan todo el día comiendo trozos de hojas de los árboles y, sin duda, eso les procura mucha sed. Pero el microbio sabe muy bien cómo asustar a esos gusanos entrometidos… Pues cuando uno de ellos se acerca lentamente por la hoja que sostiene su hogar, el microbio corre (buceando) hacia lo más alto, donde se juntan la gota con la hoja, y luego abre los ojos y la boca hasta conseguir que los mofletes desaparezcan de su cara. Además, la gota de agua es como una lupa, capaz de aumentar la cara del microbio y hacer que parezca un millón… o un billón… ¡o incluso un trillón de veces! más grande de lo que en realidad es. El microbio esto no lo sabe, y por eso ríe ingenuo cada vez que un gusano escapa corriendo (estirando y encogiendo su cuerpo como un acordeón). Luego le enseña la lengua, cierra la boca, y sopla con fuerza; lo que, bajo el agua, sonaría algo así como “¡Glu glu glu glu glu!”.
Sucedió una vez, estando el microbio muuuy aburrido que, de repente, ¡su cuerpo se dividió en dos! (esto es algo que sólo los microbios pueden hacer). Ahora había dos microbios iguales; eran idénticos, como dos gotas de agua.
Ya desde el principio se pusieron a jugar sin parar. Jugaban a todo tipo de juegos que ellos mismos inventaban. Y eso que viven en un lugar transparente, donde juegos como el escondite son impensables. Aun así, llegaron a inventarse ciento veintitrés juegos diferentes.
Uno de ellos, y muy divertido por cierto, consistía en sacar su pequeña cola fuera de la superficie de la gota. Se pegaban contra el borde de la misma, con el culo hacia afuera, y entonces movían la colita hasta conseguir que ésta saliera del agua y tocase el aire que hay en el exterior. Sentían un gracioso cosquilleo que les recorría todo el cuerpo, desde la colita hasta las curiosas antenas que tienen al otro extremo, en la cabeza. Solían tiritar sonrientemente, y luego repetían la jugada una y otra vez, hasta que se les ocurriera algún otro juego.
Habían pasado muchas, muchísimas milésimas de segundo; incluso segundos enteros. Y de pronto… Un abejorro que volaba por ahí, se fue a posar sobre el verde tejado (que es la hoja) de nuestros amigos. “¡Brrrrrrr!”, hacía el abejorro. El abejorro era muy gordo y además estaba muy cansado, así que se dejó caer sobre la hoja, causando un enérgico temblor y despertando así a los dos microbios que durmiendo estaban. El abejorro sólo pretendía echar una siesta, pero el balanceo que él mismo había provocado, no le dejaba descansar con tranquilidad, así que salió volando de allí, utilizando la temblorosa hoja ¡como si fuera un trampolín! Aquello estimuló todavía más el tembleque de la hoja y, cuando los microbios quisieron darse cuenta… ¡¡estaban volando!! Sólo entonces el abejorro se dio cuenta de lo que había provocado, y de seguro se habría arrepentido, del poco cuidado que había tenido.
Los dos microbios estaban flotando en el aire dentro de su burbuja de agua. Ya no había ninguna hoja que la sostuviera como antes, tal como comprobaron ambos al mirar hacia arriba. Aquella gran lámina verde llena de ramificaciones, también llamada hoja, ya no estaba donde siempre estuvo. Ahora había un montón de ellas, miles de hojas, todas mucho más pequeñas; y más pequeñas que se hacían cada vez. Miraron entonces en la misma dirección, pero en sentido contrario, o sea hacia abajo. Mirando hacia abajo comprobaron que sucedía lo contrario que mirando hacia arriba, es decir, el suelo se hacía cada vez más grande. No le dedicaron demasiado tiempo para descubrir que se estaban cayendo, y que iban a estrellarse contra el suelo en no más de trescientas mil o cuatrocientas mil millonésimas de segundo. Y claro está que no podían hacer grandes cosas durante ese tiempo; excepto cerrar los ojos con todas sus fuerzas para que el golpe contra el suelo terroso fuera lo menos impactante posible, o al menos para no ver lo que ocurría mientras tanto.
¡CHOF!
Ya todo ha pasado. Ahora sólo deben atreverse a abrir los ojos, y una vez se hayan atrevido, deberán abrirlos. Cuando los abran podrán ver que el suelo está salpicado por muchas y muy pequeñas gotas de agua; todas ellas descendientes de la mamá gota, en la que los dos microbios han vivido durante tanto tiempo. Si ellos abriesen los ojos comprobarían cómo la tierra se está tragando poco a poco todas las gotas que sobre ella reposan; incluidas las dos pequeñísimas gotas en las que se encuentran los microbios, cada uno en una gota distinta y ambos separados ¡por un milímetro!
Ya los microbios han abierto los ojos y ya ellos solos han entendido lo que ha ocurrido y está ocurriendo; para esto sólo necesitaron un par de centésimas de segundo, pues los microbios son unos seres muy inteligentes a pesar de lo que habitualmente se cree. Son tan listos que, cuando adivinaron que se iban a morir en menos tiempo del que tardarían en pensar una solución, decidieron aprovechar los últimos segundos de su vida recordando viejos tiempos…
¡Pero a quién trataban de engañar! Si estaban a punto de morir ahogados por el aire, tirados en el suelo del bosque y lo peor, ¡separados el uno del otro para siempre!
Las dos cárceles de agua que los separaban, estaban ya a dos milímetros; dos milímetros que parecían dos kilómetros. Y ahora los microbios tenían los ojos muy rojos, muy rojos, y de ellos comenzaban a salir pequeñas gotas de agua. Pues al revés de lo que se pueda pensar, los microbios lloran; lo que ocurre es, que nunca un microbio había necesitado llorar hasta este momento. Pero sin duda lloraban; vaya si lloraban… Lloraban con tanta fuerza que sus lágrimas formaban corrientes de agua en el interior de cada gota. “¡Guaaa! ¡Guaaa!”, lloraban los microbios. Lloraron tanto y durante tanto tiempo que, poco a poco, sus lágrimas fueron inflando los dos glóbulos de agua en los que se encontraban. Y sólo fue cuestión de tiempo para que, al final, las dos salpicaduras se acabaran juntando, uniéndose en una sola gota de agua.
¡Por fin los dos microbios volvían a estar juntos! Su tristeza se convirtió rápido en felicidad y los dos microbios, buceando, corrieron a juntarse de nuevo. Se abrazaron y no se pensaron separar nunca en la vida.
Inevitablemente, la única gota que seguía viva en el suelo del bosque y que por ahora los mantenía vivos, seguía consumiéndose; el suelo se la estaba desayunando perezosamente. Los microbios no se enteraban de nada de esto porque estaban completamente ensimismados, pegados uno contra otro.
De repente, los dos, sintieron algo extraño y miraron hacia su ombligo… Entonces, ocurrió el MILAGRO: ¡Sus redondos cuerpos se estaban uniendo desde sus barrigas! Como ya sabemos, los microbios pueden dividir su cuerpo con suma facilidad, pero lo que no pueden hacer de ninguna manera, es volver a juntarse en uno solo. No obstante, estaba ocurriendo, y los microbios podían verlo a través de su translúcida piel. Sus corazones, que palpitaban excitados, se fundieron en un bombeo único que transportaba ahora la misma sangre por los dos cuerpos. Y, dulcemente, la pareja dejó de existir, dando vida a un único microbio.
No es éste ningún retoño nacido de los dos microbios anteriores, ni tampoco es el microbio del comienzo de la historia. Es un microbio nuevo y único en todo el universo. Al contrario que el resto de los de su especie, el nuevo microbio no siente la necesidad de complementarse con otro microbio como él, pues él ya está completamente complementado en realidad, y esto lo sitúa en un estado de total y constante felicidad que ningún otro ser viviente haya podido imaginarse jamás. Es por ello que, de su mirada desenfocada, volvieron a salir lágrimas... ¡Más y más lágrimas! Pero el microbio no lloraba ahora de la misma forma que antes, cuando lo hacía por tristeza; ahora lloraba de felicidad.
Cuando estaba a punto de ser enterrada para siempre, la gota de agua por fin dejó de achicarse, y se mantuvo en un tamaño constante durante el tiempo que el microbio estuvo llorando. Pero es que el microbio nunca paró de llorar. Llora, llora y llora… Ha llorado durante muchísimo tiempo, ¡muchísimo! De hecho, ahora mismo, está llorando. Llora, llora y llora… Y no dejará de llorar y llorar y llorar y llorar y llorar y llorar y llorar… hasta el infinito.
4 comentarios:
Un relato precioso,
Un 10, como siempre,
SEÑOR FRAN ESTÉVEZ
Gracias señorita AlbaP! Sin tus ánimos me habría rendido al 5º asalto/post.
Esta sección, LITERATO, fue precisamente inaugurada el Día das Letras Galegas.
Me gustó,sí señor.
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